Las ruinas , la destrucción y la fasinación del hombre

Desde siempre las ruinas y la destrucción han capturado la atención del hombre a tal punto que las conservamos como símbolo de un pasado esplendoroso, o como vestigio de lo que no debería volver a ocurrir. En ambos casos, la comparación con nuestra situación actual como sociedad y civilización es lo que nos cautiva cuando vemos el coliseo, el domo en Hiroshima, Auschwitz y más recientemente lo que quedó del World Trade Centre. Al lograr dimensionar la capacidad destructora, creativa y constructora de la mano del hombre, y al ver el desarrollo de la tecnología en función de la vida o de instrumentos de exterminio produce en nosotros, sin duda alguna, un efecto paralizante. A lo largo de muchos años hemos tratado de superar a la naturaleza, igualar su capacidad generadora y regeneradora, pero a la vez, y en lo posible, prescindir de ella. Quizás por esto contemplamos con atención las imágenes de una inundación, un huracán, un terremoto, así como también atendemos con interés las fotos de las guerras en medio oriente, el hambre en África, las inundaciones en New Orleáns después de Katrina, es como si olvidáramos qué las provoco y qué consecuencias trajo, aparentemente la posición de espectador altera nuestra capacidad de asombro. Los medios venden la muerte y su precio es la sangre, el arte convierte estas imágenes en obra cuando los cuerpos ya fueron retirados, le asignamos el mismo valor que una pieza de museo. Un muro de ladrillos agujereado por las balas y las bombas perfectamente encuadradas nos recordaría tal vez lo mejor del arte povera o una instalación londinense. El carácter estético que puede llegar a tener es posterior a la muerte, dicen algunos teóricos del tema, y así lo comprueba Smithson al desplazar la concepción de la ruina como residuo y elevarla a la categoría de monumento, si recordamos los grandes desastres ya sean naturales, o creados por el hombre, y las consecuencias que trajeron para la humanidad en tanto reestructuraciones sociales y de pensamiento, los cadáveres en la escena no servirían absolutamente de nada al igual que las personas en las periferias de Smithson. Si asignamos un valor estético a las ruinas es por aquello que nos recuerda, su carácter romántico, esa belleza enigmática compleja y seductora, esa que resguarda el mito y que se mantiene en el tiempo como quien conserva un álbum de fotos familiares, es un respaldo a la memoria, es la idea de perfección o al menos así las recordamos. Las ruinas se han transformado en parques temáticos. Grecia, Roma, las Pirámides, los Campos de Concentración Nazi, Nueva York y la zona cero, son ejemplos de esto. Existe un negocio del dolor y del sufrimiento, se realizan charlas, recorridos por antiguos lugares de matanza con la esperanza inútil de que no vuelvan a ocurrir, El World Press Photo sustenta su convocatoria a través del sufrimiento, encontramos espectacularmente fuertes las fotos de África y su gente hambrienta, los diarios del mundo nos muestran la inmediatez del conflicto, muertos, bombas y atentados nos dan la sensación de que el mundo se destruye, es la inmediatez a través de la insensatez, este material llega a las galerías, a los museos, a la sala de algún coleccionista. Una vez más es la valoración estética lo que convierte a la ruina en un objeto transable. Vivimos rodeados por las ruinas y con la idea de destrucción, si se puede pensar así, una silla es la ruina de un bosque, dijo alguien. De esta manera todo nuestro entorno se constituye a partir de la transformación de algo para convertirse en otro, es un proceso destructor conocido por todos donde lo que era deja de ser para convertirse en lo que es. El tiempo es fundamental a la hora de concebir un lugar en ruinas como algo valioso, digno de ser conservado. El proceso decantador que requiere un acontecimiento para convertirse en histórico es lento, hoy menos que antes. Aún así la relevancia que se le pueda asignar en términos políticos, económicos y sociales es fundamental para resguardar los vestigios de un desastre o sencillamente pasarlo al olvido convenientemente. De esta manera, podemos decir que el concepto de ruina y de destrucción se entiende como un atentado o un ataque a la idea, al significado más que al evento. Así es como, al ver las torres gemelas en el suelo es la idea de seguridad lo que en el fondo se ha derrumbado, si recordamos el Palacio de la Moneda en llamas es la idea de gobierno lo que se destruye, lo mismo pasa con Hiroshima, y con la mítica idea del diluvio universal como gran desinfectante del mundo. La fotografía ha sido fundamental en esto, puesto que lo que conocemos lo hacemos en primera instancia a través de lo que vemos (de lo sensible) y lo transformamos en experiencia. Desde la independencia de Estados Unidos los fotógrafos vienen registrando los eventos bélicos, por lo tanto, el hombre del siglo XX ha tenido desde entonces una experiencia (colectiva) de la destrucción más descriptiva y enriquecedora que la de sus antecesores. Las ruinas de nuestro siglo son muy distintas a las de antes, ya lo advirtió Mies Van Der Rohe al contemplar los desastres que deja la segunda guerra y entender la ruina de los edificios como la síntesis de una arquitectura nueva, puesto que, en las estructuras expuestas encontraría parte de su lenguaje. ¿Por qué nos interesa saber sobre nuestra tragedia? Mucho se podría teorizar al respecto. Sin embargo, la respuesta está en todas partes y es que, contribuimos al desastre como consumidores de algún resultado de este a través de las fotografías, el cine, los medios escritos y cuantas formas existan de alimentar nuestro gusto por la decadencia. “La muerte es algo que le sucede a otros” bien puede aplicarse al caso. La tragedia, la destrucción de nuestro entorno, la ruina y sus derivados seguirán obsesionando a la humanidad. Así como construimos destruimos, removemos y reconstruimos, en arquitectura se habla de integrar el pasado con el presente y en lo que se construirá. Conservar nuestro pasado, valorar la historia,

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